MUNDO. La Real Academia Española (RAE) tiene dos definiciones de nacionalismo: “Sentimiento fervoroso de pertenencia a una nación y de identificación con su realidad y con su historia” e “Ideología de un pueblo que, afirmando su naturaleza de nación, aspira a constituirse como Estado”. La primera podría ilustrar la base del discurso de la extrema derecha de muchos países europeos, mientras que la segunda calza con la situación en Cataluña.
El 24 de setiembre, los alemanes votaron para elegir a los miembros de la cámara baja del Parlamento. Los resultados le aseguraron a Angela Merkel un cuarto término como jefa de Gobierno, pero lo más saltante fue el 12.6% de votos que obtuvo Alternativa para Alemania (AfD), un partido populista de derecha, que aboga por la disolución de la eurozona y rechaza la política de acogida de refugiados, que por primera vez tendrá representación en el Bundestag.
Esas posturas son similares a las de la extrema derecha de otros miembros de la Unión Europea (UE), que tienen tintes de nacionalismo étnico/religioso. AfD obtuvo mayor respaldo en los estados que conformaron Alemania Oriental, que presentan menores ingresos y más desempleo que el resto del país. Estas son las mismas características de los votantes del Brexit y de quienes eligieron a Donald Trump.
Algunas democracias, como Francia y Países Bajos, han podido detener el avance del nacionalismo extremo en las urnas –que ya gobierna en Hungría y Polonia–. Está por verse si Alemania podrá seguir el ejemplo de sus vecinos occidentales, aunque el reto inmediato de Merkel será formar un Gobierno que neutralice el accionar de AfD.
El caso es distinto en España. Cataluña es una autonomía rica y uno de los argumentos de los independentistas es poder hacer uso de los recursos económicos que genera. El plebiscito del domingo, declarado ilegal por el Gobierno y la justicia, fue un caos total y desembocó en cambios de último minuto –por ejemplo, se permitió sufragar en cualquier mesa– y en represión policial. Si se llegó a esta situación fue por la intransigencia de ambas partes.
La independencia no sería una opción beneficiosa, al menos en el mediano plazo, pues la autonomía no formaría parte de la UE, lo cual disminuiría sus perspectivas comerciales y afectaría a los socios del bloque, incluida América Latina. Al parecer, la única salida es sentarse a dialogar y negociar un nuevo estatus que evite la secesión catalana.