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Las esculturas públicas que trazan un mapa de sensaciones por el mundo
FOTOGALERÍA. La escultura, como la poesía, es un arma cargada de futuro. Y más cuando se saca de los museos, cuando su hábitat natural cambia los suelos encerados por las calles manchadas de rutina. Cuando su fuerza no se basa en la admiración erudita, sino que consigue cambiar el paso, volver la vista y conmocionar durante unos instantes. Y estas obras repartidas por todo el mundo consiguen despertar el corazón y el sistema límbico sin necesidad de más lenguaje que el del volumen.
El fantasma negro (Klaipeda, Lituania). Cuenta la leyenda que, al bueno de Hans von Heidi, se le apareció un fantasma una noche de 1595 cuando se encontraba vigilando los muelles del castillo de esta localidad costera. El ser de ultratumba simplemente emergió del agua, le advirtió de que las reservas de cereales y madera no iban a ser suficientes, y se marchó como si nada. Una historia un tanto decepcionante pero que se ha convertido en una especie de orgullo local. De ahí que los artistas Svajunas Jurkus y Sergejus Plotnikovas esculpieran una especie de dementor ‘harrypotteriano’ con el que rememorar la escena y que es hoy un emblema del puerto. A menudo, los visitantes y los vecinos dejan monedas en su linterna a modo de propina para los trabajadores del puerto mientras que la neo-leyenda apunta que se trata de una figura que da suerte a los que se acercan a ella. La pura demostración que del miedo a la familiaridad hay un pequeño paso.