La armonización en Basilea es mejorable
Por Santiago Fernández de Lis
Economista Jefe de Sistemas Financieros y Regulación de BBVA Research
Desde el Concordato de Basilea de 1975, el enfoque de la coordinación internacional en la regulación bancaria tiene una serie de características peculiares: (i) se basa en estándares acordados en un órgano autoelegido como es el Comité de Basilea, con base históricamente en el G-10, y en la actualidad en el G-20; (ii) sus normas son de adopción voluntaria, sin más mecanismo de presión que el “sello de calidad” que supone su cumplimiento de cara a los mercados financieros internacionales; y (iii) su cumplimiento está basado en mínimos, de manera que los países son libres de establecer regulaciones más exigentes (pero no menos) sobre sus sistemas financieros nacionales.
Es interesante el contraste entre este procedimiento de coordinación y el existente en el ámbito comercial, donde la Organización Mundial del Comercio (OMC) establece normas que son de aplicación casi universal y cuyo cumplimiento se basa en un sistema de verificación y de sanciones bastante poderoso.
En el terreno financiero, en cambio, no existen mecanismos de sanciones al incumplimiento. La coordinación descansa en los incentivos que las autoridades tengan para adoptar los estándares acordados y en el funcionamiento de la disciplina de mercado, y ambas cosas han demostrado ser tremendamente procíclicas.
La disciplina de mercado solo funciona en los tiempos malos, pero no en la fase de auge, cuando más se necesita para evitar las burbujas en el precio de los activos y la acumulación de problemas latentes en los balances bancarios. Y algo parecido ocurre con los incentivos para las autoridades, que tienden a embarcarse en una “carrera hacia abajo” en la regulación en la fase alta del ciclo, cuando no se perciben los riesgos, y en una “carrera hacia arriba” en los tiempos malos. Una implicación de todo esto es que la armonización basada en estándares mínimos sólo funciona en la fase de auge.
El notable endurecimiento de la regulación adoptado a raíz de la crisis financiera internacional contemplaba periodos de transición dilatados, para evitar una agudización de la crisis. Pero esos periodos de transición se están acortando notablemente, de modo que, por ejemplo, los niveles de capital previstos por Basilea III para 2019 se han alcanzado ya en buen número de jurisdicciones.
Este aumento de los requisitos de capital está dificultando la salida de la crisis, especialmente en Europa, por el impacto añadido de la crisis del euro. La regulación más estricta está siendo procíclica, al igual que lo fue la relajación que alimentó la burbuja en los tiempos buenos.
Uno de los objetivos de la reforma en curso era precisamente eliminar este comportamiento procíclico de la regulación. Pero, a medida que los países van saliendo de la crisis con ritmos muy distintos y con sistemas financieros también en diferente estado, parece que tienden a olvidarse los objetivos anticíclicos.
La fragmentación se ve reforzada por regulaciones que pretenden aislar los sistemas financieros nacionales (el llamado “ring-fencing”), lo que mina aún más la coordinación internacional. Los principios de colaboración entre países de origen y países de destino de los bancos internacionales están siendo cuestionados por las mismas autoridades que los impulsaron, como ponen de manifiesto algunas propuestas recientes en el Reino Unido y Estados Unidos.
Parte de este “nacionalismo regulatorio” se explica por las dificultades para avanzar en la resolución transfronteriza de bancos, uno de los temas pendientes más complicados.
Todo este proceso puede tener costes significativos para la economía mundial en términos de mercados más fragmentados y menos eficientes. Algunas de las vías de solución serían (i) modificar en la medida necesaria el proceso de coordinación en Basilea, de manera que se estableciera una armonización máxima en lugar de mínima en los aspectos que así lo requieran; (ii) reforzar el uso del reconocimiento mutuo de la regulación del país de origen; (iii) establecer mecanismos que eviten la extraterritorialidad; (iv) fortalecer los procedimientos para verificar el cumplimiento de los estándares acordados y (v) extender el alcance del proceso de coordinación de Basilea más allá del G-20, para reforzar su legitimidad.