(Bloomberg).- Menos de una década después de la crisis financiera, Deutsche Bank está nuevamente en problemas y los inversores se preguntan si el gobierno alemán tendrá que rescatar a una de las entidades financieras más grandes del mundo. Lo triste es que esta situación se podría haber evitado fácilmente.
Esta vez, Deutsche Bank no se enfrenta a un desplome imprevisto del mercado o a una crisis de la deuda soberana. La causa inmediata de las dificultades es la amenaza del Departamento de Justicia de EE.UU. de aplicarle una multa de US$ 14,000 millones por transgredir durante una década las normas referidas a títulos estadounidenses respaldados por hipotecas, más del doble de lo que el banco reservó para cubrir esos costos legales.
La preocupación por la suficiencia del capital ha hecho caer el precio de la acción a mínimos récord y el gobierno alemán dice que no brindará una red de seguridad financiera.
El episodio muestra la incapacidad de Europa para aprender una importante lección a partir de la última crisis: los bancos grandes deben tener abundante capital para absorber las pérdidas, de modo que, aun después de sufrir un impacto, sus balances sean sólidos.
De lo contrario, los gobiernos corren el riesgo de verse obligados a elegir entre un rescate solventado por los contribuyentes y las repercusiones potencialmente devastadoras de permitir la quiebra de una entidad financiera de importancia sistémica.
En lugar de aprovechar los años posteriores a la crisis para crear colchones irreprochables de capital, los bancos han devuelto a los accionistas cientos de miles de millones de euros en dividendos y recompras de acciones.
Entre 2009 y 2015, Deutsche Bank pagó unos 5,000 millones de euros en dividendos, una porción significativa de los 19,000 millones de capital que captó. Hoy está entre los bancos menos capitalizados de Europa: tiene un capital tangible de menos del 3 por ciento de los activos, una capa sorprendentemente delgada.
Aun cuando Alemania verdaderamente quisiera dejar que el Deutsche Bank quebrara, no podría amenazar con ello de manera creíble. La entidad posiblemente sea la de mayor riesgo sistémico de Europa, puesto que tiene activos que equivalen a más de la mitad del producto interno bruto anual de Alemania. Hacer de Deutsche Bank un ejemplo podría llevar a un contagio devastador.
En cambio, los dirigentes europeos –y en particular el Banco Central Europeo, que supervisa a las entidades más grandes de la zona euro- deben impulsar el proceso de recapitalización.
Eso significa realizar pruebas de solvencia que revelen la verdadera magnitud de las necesidades de los bancos, determinando a qué entidades se puede y se debe dejar quebrar y proporcionando fondos públicos para apuntalar al resto de ser necesario. Si las autoridades pueden mostrar suficiente decisión para crear confianza en el mercado, los bancos de la región aún podrían ser capaces de captar el capital que necesitan recibir de los inversores (como lo hicieron los bancos estadounidenses en 2009).
La región euro necesita con urgencia bancos mejor capitalizados, no sólo para evitar una catástrofe sino también para contribuir a sanar su tambaleante economía. Si la experiencia cercana a la muerte de una de las entidades más grandes del mundo no puede impulsar a los funcionarios europeos a actuar, es difícil imaginar qué otra cosa lo haría.