TEMA CRUCIAL. El argumento de los promotores de la norma es que el mercado no se autorreguló y que, por ende, es necesaria la intervención del Estado.
Pero existen muchos conceptos erróneos en esta propuesta, por ejemplo, que la educación superior es un servicio público esencial –según la Constitución, solo lo es la educación escolar–, o que la burocracia estatal será capaz de definir qué debe enseñarse o qué tipo de investigaciones habrá que realizar. Si estamos hablando de un servicio que no es obligatorio, no existe razón para que el Estado se ocupe del control de calidad.
Lo que se está pasando por alto es la racionalidad de los componentes de este mercado: la oferta se expande pero no mejora porque existe una demanda insatisfecha que no necesariamente busca un servicio de excelencia. Este comportamiento estaría presente, al menos, en la llamada nueva clase media, donde los padres buscan brindar a sus hijos todo lo que ellos no pudieron tener en su juventud: una casa propia, colegio privado, un quinceañero o un matrimonio a todo dar y, por supuesto, el ansiado “cartón”.
No importa mucho de qué universidad porque generalmente los hijos graduados trabajarán en la empresa de la familia, de modo que cuanto antes terminen los estudios, mejor. Y si algún vástago ingresa a una de las pocas universidades competitivas, el prestigio será mayor porque tendrá probabilidades de trabajar en alguna empresa “importante”; pero eso es una posibilidad y no una meta.
¿Qué hacer, entonces? A medida que la economía peruana se vaya sofisticando, también lo hará la demanda laboral y las carreras técnicas cobrarán mayor relevancia porque ofrecerán más oportunidades de crecimiento profesional. Esa será la verdadera competencia de las universidades, pues se verán obligadas a reinventarse para no perder mercado. Aquellas que no comiencen a hacerlo desde ahora, estarán condenadas a desaparecer.