AFP.- Un taxi se detiene al borde de una carretera rural del pueblo de Champlain. Una familia con dos niños desciende, y cargados como burros, caminan con paso rápido hasta el fin del camino, que termina en un arroyo que separa Estados Unidos de Canadá.
El padre se identifica como Mohammed Ahmed y dice que viene “directamente de Jersey City”, cerca de Nueva York, más de 500 km al sur. Mientras caminan, él y su mujer explican que dejaron Pakistán hace 11 meses, tras haber recibido amenazas de muerte.
La familia quería “pedir asilo en Estados Unidos”, pero ahora “con la política de Trump (…) tenemos mucho miedo de las expulsiones”, dice Ahmed.
“No es grave”, responde Ahmed. “Solo queremos atravesar la frontera”.
Los dos policías canadienses que les esperan del lado de Quebec les advierten que en segundos serán arrestados por entrar a Canadá ilegalmente.
“No es grave”, responde Ahmed. “Solo queremos atravesar la frontera”.
Franquea de un paso el arroyo, y muestra su pasaporte a los policías canadienses. Y regresa a ayudar a su hija de tres años y luego a su mujer, que lleva a su bebé de tres meses en el pecho.
En minutos, los cuatro se encuentran, visiblemente aliviados, en Canadá: el cruce es fácil en esta mañana helada pero con sol, y la nieve se ha derretido con el clima más templado de los últimos días.
La policía canadiense los embarca al puesto fronterizo de Lacolle, a 10 minutos de allí, donde serán interrogados y se registrará su demanda de asilo. Si todo va bien, podrán luego partir hacia Montreal, a 65 km hacia el norte.
En menos de dos días esta semana, más de 70 personas franquearon el arroyo, a veces en plena noche, según un conteo de la AFP y agentes locales.
Entre ellos, una familia haitiana, una colombiana, y sobre todo muchos musulmanes, afectados por el decreto anti-inmigración de Donald Trump promulgado el 27 de enero que prohibió la entrada al país de todos los refugiados y de ciudadanos de siete países que practican esta religión.
Idas y venidas
Aunque ese decreto fue suspendido por la justicia estadounidense, un nuevo decreto menos cuestionable desde el punto de vista jurídico debe ser publicado próximamente.
Según Melissa Beshaw, una abuela que reside en una pequeña casa a 50 metros del arroyo, del lado estadounidense, los cruces “son constantes desde que Trump llegó al poder”.
“Antes, salía de la casa para ver qué pasaba. Ahora no salgo más, porque ya sé”, dice.
Algunos llegan en bus hasta Plattsburgh, última parada antes de la frontera. Para llegar al arroyo, a 40 km, se toman un taxi, que les cuesta de 200 a 300 dólares, explica Denise Quinte, la empleada de un motel cercano.
Desde comienzos de febrero, cuenta, en el motel se han alojado “10 a 25 migrantes por semana”, que parten sobre todo a la frontera al amanecer.
Otros llegan en coche directamente desde Nueva York o los estados vecinos de Massachusetts y Nueva Jersey.
Si bien rechazan trazar un lazo directo por ahora con el gobierno Trump, las autoridades canadienses reconocen no obstante que las llegadas desde Estados Unidos de personas que piden asilo aumentaron desde enero, sobre todo vía la provincia de Quebec.
Las márgenes del riachuelo reflejan estos cruces precipitados: botellas de agua, guantes o gorros perdidos, un carrito de bebé abandonado, tarjetas de embarque -varias de compañías árabes-, y hasta un teléfono celular.
Un policía canadiense afirma: “las llegadas realmente comenzaron” con el decreto anti-inmigración de fines de enero, dice. “Ahora hay mucha más gente. Como si hubieran precisado el tiempo de procesarlo”.