(Bloomberg) Sea lo que fuere que se piense sobre la líder destituida de Brasil Dilma Rousseff –infractora fiscal o víctima de un golpe de Estado–, el final de su accidentada presidencia en un juicio político la semana pasada ofrece un atisbo de alivio para una de las naciones más conflictivas de América Latina.
Sin embargo, mientras por un lado el presidente Michel Temer intenta poner en marcha al nuevo Brasil, como vimos la semana pasada en la cumbre del G-20 en Hangzhou, China, el otro Brasil, más familiarizado con la inestabilidad política, las maniobras secretas y las apuestas arriesgadas, asoma la cabeza.
Consideremos la rara culminación del proceso de casi nueve meses del juicio político. El 31 de agosto, el Senado halló culpable a Rousseff de manipular el presupuesto federal, pero -en una improvisación que tomó once horas- se negó a quitarle el derecho de volver a gobernar o de volver a ser designada para ocupar un puesto en el gobierno.
La decisión dividida, diseñada por el presidente del Senado Renan Calheiros y cohortes del PT de Rousseff, y aprobada por el presidente de la Corte Suprema, Ricardo Lewandowski, desafió abiertamente la Constitución de Brasil, que sostiene que al deponerse una cabeza de Estado, ésta pierde todos sus derechos políticos durante los siguientes ocho años.
Por otra parte, les arrojó un salvavidas a los miembros de la clase política atrapados en la así llamada investigación Autolavado (Operação Lava Jato, en portugués) por fraude y corrupción en la petrolera estatal Petrobras.
Apenas si había terminado el juicio de Rousseff cuando el otrora aliado Delcidio Amaral, recientemente expulsado del Senado por el caso Petrobras, reclamó que él también merecía clemencia política. Todos los ojos se posan ahora en Eduardo Cunha, el astuto ex orador del Congreso quien supuestamente aceptó abultados sobornos de proveedores del gobierno y quiere una solución al estilo Rousseff en caso de perder él también su derecho a ocupar nuevos cargos políticos.
(Gracias a las leyes más estrictas para las campañas en Brasil, los legisladores corruptos no podrían beneficiarse con acuerdos políticos similares: Bajo la ley de Borrón y Cuenta Nueva del 2010, por ejemplo, todo político condenado por un delito queda automáticamente inhabilitado para postularse a un cargo.)
La preocupación mayor es el precedente político y si la maniobra ‘sub rosa’ detrás de la resolución del juicio político es simplemente un indicio de lo que está por venir. La investigación Autolavado, que lleva dos años y medio, ha creado una fuerte oposición, como sucedió en Italia con la operación anticorrupción Manos Limpias (Mani Pulite), que provocó el rechazo de oscuros jefes políticos en la década de 1990.
Cinco partidos políticos brasileños, incluyendo el propio Movimiento Democrático Brasileño de Temer, están impulsando proyectos de ley para que se diluya la investigación y se proteja a los sospechosos, según informó el columnista político José Casado en O Globo. Una enmienda prohibiría a los fiscales ofrecer la negociación de tratos a testigos con antecedentes penales, una propuesta cuya lógica orwelliana sólo podría ser del gusto de una mente delictiva. (Los fiscales en la operación Autolavado han desenmascarado a decenas de magnates y burócratas casi intocables, en gran parte gracias a los testimonios de 70 delincuentes arrepentidos que se convirtieron en testigos de cargo).
La Corte Suprema también podría revocar un fallo reciente que ordena el encarcelamiento inmediato de cualquier persona condenada en apelación. Ello pondría contentos a los delincuentes adinerados de Brasil, quienes en virtud de la legislación anterior más indulgente, recurrían a abogados inteligentes para que atestaran los juzgados con escritos y apelaciones que los mantuvieran fuera de la cárcel indefinidamente, asegurándoles una virtual impunidad.
No queda claro cómo hará la entrante presidente de la Corte Suprema Carmen Lucia, que reemplazará a Lewandowski el 12 de septiembre, para sortear el obstáculo legal que le dejó su predecesor. La Corte podría desestimar la decisión del Senado sobre los derechos políticos y arriesgarse a un choque institucional, mirar hacia otro lado y pisotear la Constitución, u ordenar un nuevo proceso para Rousseff.
“En lugar de aliviar las incertidumbres políticas e institucionales, el fallo del juicio político ha creado mayor imprevisibilidad judicial”, me dijo Joaquim Falcao, decano de la facultad de Derecho de la Fundación Getulio Vargas.
Cualquiera sea la decisión, estas son pésimas noticias para los brasileños, que todavía están amargamente divididos por la batalla política y aún intranquilos porque desde el oficialismo se habla de que la economía ha tocado fondo.
Tampoco es mejor la situación para el Gobierno -no querido- de Temer, que promete orden y progreso, el lema de la bandera nacional. A menos que los políticos del país y sus más altos tribunales entren en razón, Brasil corre el riesgo de no experimentar ni lo uno ni lo otro.
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