–¿Van a borrar la marca? –preguntaron los de San Fernando.
Las caras de susto no solo fueron las de los dueños, los hermanos Ikeda. También la de Juan Pablo Klingerberger, su gerente de marketing, que dos años después recuerda el momento decisivo con la expresión de El grito de Edward Munch, jalándose los ojos con las manos en la cara. Sobre la mesa, tenían por primera vez el logo de San Fernando y, en lugar del nombre, el apellido de una familia.
Era una propuesta más arriesgada de la que imaginaban. Pero la respuesta de los creativos de Circus acabó con sus dudas.
–No, no vamos a borrarla –les dijeron–. Vamos a homenajear con ella a las familias peruanas”.
Contra todo pronóstico, ese día, una empresa sólida y tradicional, y una agencia que despegaba se dieron el sí.
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Una semana antes, Carlos Tolmos y Yasu Arakaki, el redactor creativo y el director de arte de la cuenta en Circus, realizaron su propio estudio de mercado. Entre puestos de pollo y de verduras, le preguntaron con una cámara al hombro a decenas de caseras: “¿Qué es esto?”, mostrándole el perfil en línea de unas aves en fila, enmarcadas en un cuadro rojo sobre un fondo azul. “San Fernando”, respondieron sin dudarlo. Como el visto de Nike o la manzana mordida de Apple, pero en el nivel de las amas de casa peruanas, la imagen era el mejor activo para una campaña revolucionaria.
San Fernando era hasta entonces sinónimo de calidad y de garantía y, en el ejercicio de personificación de los focus group, un ingeniero serio y adusto de unos sesenta años. “Un padre de familia mayor, algo rígido y vertical, que no acostumbra abrazar a sus hijos, pero los quiere”, resume Klingerberger.
Con Circus le dijo adiós a La buena familia de los pollos y se convirtió en La buena familia de todos los peruanos. Una familia real, auténtica y con chispa, y tan natural que a la mamá ‘ya no le entra el bikini’ y cuyo tío gordito, que ‘siempre está con filo, si salta, rompe la balanza’. Más de medio millón de visitas en Youtube a su último spot y tres años de premios Effie –tres de oro y dos Grand Effie– confirman que tomó la decisión correcta.
San Fernando y Circus llevan más de dos años juntos y son una pareja feliz. Su clave está en ese valor que ambos quieren conservar, aunque a veces les duela: la honestidad brutal. “Lo mejor es la transparencia que hay entre los dos –dice Arakaki, como si hablara de una relación de amor–. Si una idea no les gusta, nos lo dicen, y viceversa. Nadie se pica”.
A la hora de grabar, eso sí, prefieren soltar un poco la cuerda de la improvisación. “Es muy natural. ‘¡Ya, niños: díganles a sus papás que están gorditos!’, les decimos. Y luego solo ponemos la cámara”, cuenta Tolmos, y se ríe.
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–Después de tanto trabajo, prefiero morir de hambre antes de comer un producto que no sea San Fernando –dice Carlos Tolmos.
El cariño a la marca es un resultado del tiempo.
La cuenta lo llevó a hacer dupla por primera vez con Yasu Arakaki. Ahora son tan inseparables que hasta alquilaron una casa de playa juntos en Pulpos para seguir cocinando sus Jueves de pavita. Los Farfán son el resultado de una obsesión y de una selección tan dura como la cuenta regresiva de “Yo soy”. Unas cincuenta familias pasaron por el casting y, con mucha pena, algunas quedaron en el tintero: desde unas hermanitas que cantaban como rancheras hasta un clan amante de la tecnocumbia. Dyron –el niño que baila como un poseso en el spot– fue la cereza de la torta de los Farfán, que tenían pequeños talentosos en el canto y el cajón, y hasta minibailarinas que parecían profesionales.
A la avícola no le tienta la esquizofrenia. Sabe que la continuidad del mensaje le permitirá consolidar su lovemark y alcanzar las metas establecidas en el 2010: duplicar en cinco años los US$ 500 millones en ventas que consiguió en sus primeros 65 años y diversificar su portafolio. El 2012 cerró con más de US$ 730 millones y, desde la primera campaña con Circus, el porcentaje de pollos de su oferta se ha reducido del 80% al 75%. El cerdo se perfila como su próxima apuesta comercial y publicitaria, en un Perú que solo come cuatro kilos per cápita frente a 25 de pollo y solo uno de pavo. La asunción de Eliot Chahuán a la gerencia general –desde un área tan poco marketera como la de operaciones– no representaría ningún riesgo. “Hay un gran entusiasmo desde la familia Ikeda hasta nosotros con todas las campañas que pensamos lanzar”, dice Klingerberger.
Y hay confianza.
–Ingeniero Klingerberger, si usted piensa así, es así –dicen siempre los Ikeda, cada vez que su gerente les propone una nueva idea.
Klingerberger, por supuesto, no es ingeniero de profesión.
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Incluso hoy, luego de tantos aciertos, el matrimonio sigue siendo un reto. Darle un día a la pavita, por ejemplo, fue una obsesión de San Fernando que Circus, al principio, miró con desconfianza. Klingerberger insistía en que no bastaba con aquello de que la familia sana come pavita una vez por semana. “Había que decirle qué día”, recuerda el gerente de marketing. Él pensaba que debía ser los lunes, un día de remordimientos de conciencia luego de los pantagruélicos fines de semana. Hasta que en una reunión con Circus maquinaron la solución:
–Los lunes son de menestra. ¿Los martes? No te cases ni te embarques. Los miércoles ya son de una revista. ¿Los jueves? Los jueves son la voz. ¡Los jueves son de pavita!– sentenciaron.
“Takes two to tango”, dice un ejecutivo de Circus, al ritmo de un viejo dicho: se necesitan dos personas para bailar un tango.